sábado, 16 de agosto de 2008

Hitorias que nos cuentan

Yo nací hace muchos años, allá por el siglo pasado, cuando ese momento era la modernidad y la época actual resultaba un futuro inalcanzable. Cualquier fecha que datara un año posterior a 2000 era sinónimo ineludible de ciencia ficción; cuestión que no cambió hasta la llegada efectiva del nuevo milenio.

En mis primeros años de existencia supe ser acunado bajo el arrullo de las historias que mis padres supieron contarme durante infatigables horas de desvelo para lograr que el sueño llamara a mi puerta. A medida en que mi infancia fue progresando, fui escuchando y leyendo diversos relatos, cuentos y textos de diversa índole y variado origen. En la gran mayoría de los casos, se trató de las mismas desventuras que se narraron históricamente a todos los niños del mundo; al menos del mundo occidental. Tengo que rescatar de esta generalización a las maravillosas improvisaciones que mi padre realizaba para entretenerme a mí y a mis hermanos en aquellos interminables viajes en tren al interior de la provincia de Buenos Aires, las mismas que mantenían ciertamente en silencio y vibrante atención a los casuales testigos del pasaje que disimuladamente escuchaba el devenir de los personajes que su florida imaginación pintaba tan vívidamente en los humildes asientos del ferrocarril.

Jamás pensamos ni creímos, los niños, que esas historias pudieran tener alguna intención de realidad o de veracidad. Las escuchamos encantados bajo el tácito reconocimiento de que se trataba de una fantasía, una invención nacida para entretenernos. Y si alguna vez fantaseamos con la posibilidad de que esos seres imposibles pudieran llegar a cruzarse por mi camino, la ilusión murió a una edad mas bien temprana y la misma era el resultado de un desarrollo intelectual primitivo que anhelaba ciegamente que aquello fuera verdad.

Ningún padre sostiene la existencia de gnomos, hadas o unicornios, reconociéndolos desde siempre como seres imaginarios, al igual que las fábulas de Jean de La Fontaine (como La hormiga y la cigarra), los cuentos recopilados por los hermanos Grimm (Blancanieves, La Cenicienta, Hänsel y Gretel, Juan sin miedo) o los de Hans Christian Andersen (El patito feo, El traje nuevo del emperador, El soldadito de plomo, El ruiseñor, La sirenita). Cada moraleja dejó una enseñanza en nosotros, pero siempre conocimos la falsedad de sus protagonistas.

Entre todos los relatos, hubo algunos particulares que supe tomar, con una gran cuota de ingenuidad, como verdaderos y reales. En parte porque así me los presentaron y en parte por un interés materialista, creí durante mucho tiempo la historia del ratón Pérez que compraba con placidez mi caída dentadura y más tiempo aún la visita de Papá Noel y los reyes magos cada fin de año. Algunos durante más tiempo que otros, fuimos todos engañados con estos personajes que rompieron nuestros corazones al perder su encanto y materializarse en nuestros familiares. Aún recuerdo el estremecimiento que me recorrió el cuerpo el día que aquel hombre que creaba esos mundos de ensueño tan maravillosos me acribilló con la frase: "¿Vos no creerás todavía en Papá Noel, no?" terminando instantáneamente con mi niñez, a una edad, entiéndase, avanzada en mi caso particular.

Finalmente existe una gran historia que destaca entre todas las demás. Las Historia de las Historias, la madre de todas ellas. Una que nos cuentan de niños, que nos acompaña toda la niñez, se reinterpreta en la adolescencia, se venera en la adultez y se convierte en sostén en el ocaso de los días. Es la historia más antigua, que nace con la conciencia del hombre, que le dio nombre a lo que no podía entender, que los consuela de saber que morirá, que le impide sentirse solo o incomprendido o indeseado. Que le explica su origen, su misión y su final. Este relato se escucha desde la infancia y a diferencia de todos los demás, se exige se conserve la ingenuidad indispensable para creerlo durante toda la vida. Sus personajes no son menos mágicos que los que pueblan las hojas de otras creaciones; los muertos resucitan, las piedras se tornan pan, la sangre vino, los mares se abren, la tierra se inunda extinguiéndose la vida. No importa que tan imposible sean estas cosas, habrá que creerlas por siempre. Tampoco interesa que se omitan hitos críticos de la realidad como las eras geológicas, los dinosaurios, la naturaleza cosmológica, la evolución de las especies o la redondez de la tierra; la creencia ciega e incuestionable es el requisito que se resume bajo el término "fe". Es la negación a la maduración, desistir de la razón.

Es la única recopilación de cuentos con moraleja que gran parte de la humanidad sigue abrazando y creyendo hasta el fin de sus días.

viernes, 12 de octubre de 2007

El petróleo y el país

La deformación profesional a la cual estoy sometido me llevó a imaginar al país como una unidad de procesos de refinamiento de petróleo, y a nuestros gobernantes como los operadores de campo, de sala de control y jefe de planta.

No me resultó complicado imaginarme al presidente desactivando todas las aplicaciones de control avanzado y pasando sistemáticamente cada lazo a modo manual, tratando de llevar el proceso y sus múltiples indicadores moviendo las válvulas desde su silla. Al principio, con las válvulas en la última posición calculada por las aplicaciones, la unidad siguió más o menos bien; con los primeros ajustes la cosa empezó a derivar hacia donde podía. Para colmo, cuando no se tiene en claro si para mantener un nivel de producto dentro de un recipiente hace falta abrir o cerrar una válvula, muchas veces las medidas resultaron adversas al fin buscado. Luego sucedió que ajustar los reguladores desde sala ya no fue suficiente, empezaron a tocar las líneas de derivación en campo, a trabar las reguladoras en determinadas posiciones, a bloquear las salidas de descarga a antorcha de emergencia y ponerles candados a las válvulas de alivio. Se abrieron las purgas a drenaje, algunas corrientes de producto se derivaron a corrientes de intermedio para reproceso y empezaron a ventear a la atmósfera. Hizo falta involucrar a mucha más gente para encargarle a cada uno su valvulita; ninguno sabía qué pasaba con ninguna otra que no fuera la propia ni pudo entender que lo que cada uno hacía tenía impacto sobre todos los otros.

A pesar del esfuerzo que se puso, lógicamente la planta no se mantenía en régimen; los productos salieron de especificación y las temperaturas subieron peligrosamente. ¿Qué se puede hacer entonces? Lo lógico, eliminaron las indicaciones de temperatura, caudal y presión e implementaron una planilla donde se anotaron las variables tal y como se pretendía que fueran, con productos en especificación, con un aumentos nunca visto de producción y empleados eufóricos de satisfacción y felicidad. Como la producción no se vendía, se empezó a descontar dinero de los sueldos de los operadores para pagar los insumos de la planta y las remuneraciones de los "valvulistas", dado que ya habían ganado demasiada plata cuando estaba todo en automático y ahora les tocaba perder un poquito... Cada uno puede decidir si quiere que la planta deje de funcionar finalmente y ya no haya de donde sacar recursos para pagar los honorarios de los administradores de la fábrica. Mientras tanto muchos millones están felices con sus valvulitas y lo seguirán estando en tanto no quieran ver la factoría.

martes, 3 de julio de 2007

Pingüina, yo también te voto


En la Patagonia argentina, un ave, como no hay otra, nada por los ríos de aguas heladas. No lo hace contra la corriente, no es un salmón, sino que acompaña el curso de las ondas cristalinas con un suave aleteo al son del gorjeo de sus cantos sutiles. En la mirada, se adivina su añoranza por la altura que nunca podrá alcanzar. El gélido paisaje acompaña la tristeza de saberse anclada al suelo, a su tierra, a su cauce, que nunca levantará vuelo. El sol arranca destellos de su vistoso vestido negro y blanco, sin matices ni contrastes, sin el menor atenuante. Y así, a través de los años, la nostalgia y la tristeza se van lentamente endureciendo y transformando en rencor. El rencor en amargura y finalmente llega el odio, como destino inexorable.

Un día extraño, escapado del sueño más salvaje, el pájaro encuentra la libertad idealizada. Se eleva por encima de todos sus pares, los mira desde arriba y con su ala renegrida los señala y los desprecia. Ahora desafía a los leones y elefantes, que la miran en la altura, temerosos del prodigio. En su ascenso olvida el terruño, las raíces y se embriaga con el espacio interminable que la rodea.

¡Ay del animal que ignore las imperdonables leyes de la gravedad!

¡Ay de los que caigamos bajo el yugo de otro pájaro bobo!